Comentario
A poco de la batalla de Filipos, cumplido su deber de vengar la muerte de César, Augusto se casó por segunda vez. Había estado casado con Escribonia, muchos años mayor que él y de carácter difícil, y tenía de ella a Julia, su única hija. "Con una prisa sospechosa -como dice Sir Ronald Syme-contrajo entonces un matrimonio que satisfacía por igual su cabeza, su corazón y sus sentidos, y que duró sin marchitarse hasta el día de su muerte. Por una vez en su vida, Augusto se dejó llevar de los sentimientos, y lo hizo con acierto político. Se enamoró de Livia Drusila, una matrona joven, generosamente dotada de belleza, inteligencia y relaciones influyentes". De la familia de los Claudios por línea directa, casó con un pariente, Ti. Claudio Nerón. En compañía de su marido y de Tiberio niño, había huido de las bandas armadas de Octaviano y buscado refugio con Sex. Pompeyo. Livia estaba a punto de dar a luz otro hijo, lo que sin embargo no era -o no debía ser- obstáculo para la alta política. El colegio de pontífices, consultado, dio una respuesta comedida, y el marido se mostró complaciente. El matrimonio se celebró de inmediato (17-1-38 a. C.), para regocijo de los aficionados al escándalo público.
Livia tuvo suerte; la merecía. Buena esposa, tejía y cosía la ropa de su marido en compañía de la hermana de éste y de las nietas. Nunca defraudó a Augusto, ni en su consejo ni en su conducta. Eso no le impedía mirar por sí y por sus hijos, sobre todo por el más necesitado, Tiberio. Durante medio siglo fue, con Agripa y con Mecenas, parte del trío más poderoso que urdía sus tramas en el imperio a la sombra de Augusto. Pasó malos tragos: el empeño de Augusto en promocionar a Marcelo como sucesor, que Agripa y la oportuna muerte del favorito le ayudaron a frustrar; el retiro de Tiberio a Rodas tras el fracaso del matrimonio con Julia; la designación de Gayo y Lucio Césares como herederos universales. La historia ha dejado en el aire sospechas graves de su intervención en la muerte del infortunado Agripa Póstumo... El adusto Tácito les da entrada en sus "Anales" (1, 6).
Al fin tuvo la satisfacción, en el año 4 d. C., tras la desaparición de los dos nietos mayores de su marido, de ver a su hijo, Tiberio, rehabilitado y designado sucesor. Le quedaban aún veinticinco años de vida hasta morir octogenaria en el 28 de la era, catorce de ellos como viuda de Augusto y madre del emperador reinante, pero conservando su rango de emperatriz en su retiro de la vida oficial, cuando el Senado, el pueblo y las provincias le rinden homenaje con el título de Iulia Augusta, que su marido le había otorgado antes de morir. Mucho más adelante, el emperador Claudio rehabilita la memoria de su abuela, algo escarnecida por Calígula, que la llamaba "Ulixem stolatum" (Ulises con estola de romana).
Con esa biografía discreta pero intensa, no debe extrañarnos que en España tengamos tantos retratos de ella como del propio Augusto, algunos tan buenos y tan bien conservados como los de Tarragona y Medina Sidonia. Su fría belleza, de labios apretados, nariz aquilina y los grandes ojos, praegrandes oculi, que de ella heredaron sus hijos Tiberio y Druso (el infortunado y predilecto, si no hijo carnal, de Augusto, como murmuraban los malévolos), está petrificada e inmutable, siempre en su lozana juventud, en retratos de dos tipos. En uno lleva el peinado de nodus, como llamaba Ovidio al tupé con que sobre la frente se iniciaba una trenza que recorría toda la bóveda craneana hasta el moño de la nuca, peinado muy adecuado para muchachas jóvenes, según el criterio del poeta. En otros, el peinado no lleva trenza ni nodus, sino que va partido en dos crenchas, por una raya al medio, y recogido en un moño. Este es el que lleva en las monedas en que personifica a la diosa Salud, por lo que se le llama peinado de Salus. Tanto uno como otro son coetáneos.
La memoria de Tiberio ha llegado a la posteridad estigmatizada por la envidia, el resentimiento y la maledicencia de muchos de sus contemporáneos, pero fue un noble colaborador de Augusto en vida de éste y un excelente general, amado y respetado por los ejércitos como pocos en la historia del imperio. El hecho de que a pesar de los pesares no sufriese damnatio memoriae corrobora los muchos testimonios arqueológicos y numismáticos que lo rehabilitan. Por razones de conveniencia, fue obligado a divorciarse de Vipsania, madre de su hijo, Druso el Menor; también lo fue a adoptar a Germánico, hijo de su malogrado hermano Druso el Mayor, y a casarse con Julia, que lo escarneció y puso en ridículo ante Roma y ante el mundo (hasta que su padre procuró su destierro y su ruina). Tiberio nunca se recuperó de tanta desgracia familiar, si bien los laureles de su gloria militar (la conquista de Illyricum; el desquite del desastre de Varo) los obtuvo como delegado de Augusto y en vida de éste.
Es posible que por su posición eminente como hijastro del Princeps subsistan retratos de Tiberio joven en los museos y colecciones. El Prado posee uno (n.° 121-E) que lo es con bastante probabilidad. En la gran procesión del Ara Pacis se le ve en compañía de Livia, y Suetonio (Tib. 13) certifica que los colonos de Nemausus (Nimes) destruyeron sus retratos y sus estatuas (imagines eius et statuas) durante su exilio en Rodas. Para sus retratos oficiales, que son muchísimos, contamos con dos hitos cronológicos: la fecha de su rehabilitación y adopción por Augusto en el año 4 d. C., a la edad de 46, y la de la muerte de Augusto en el 14. A la primera etapa corresponden retratos como un hermoso busto del Fayum, aparecido en compañía de dos de Augusto y Livia, todos ellos en al Gliptoteca Ny Carlsberg de Copenhague; y a la segunda, la mayoría de los existentes en Italia y en todas las provincias del imperio, que suponen la existencia de un sistema de distribución oficial que podría consistir en el envío desde Roma de un busto de mármol, o de metal precioso, a las sedes del gobierno provincial. Estas se encargarían de hacer copias en talleres locales y distribuirlas hasta lugares tan remotos como la mina de Tharsis, en Huelva.
Una cabeza colosal de Leptis Magna, fechada por razones históricas hacia el año 20 d. C., permite atribuir también a estos primeros años del reinado personal de Tiberio el mejor de sus retratos existentes, una cabeza de la antes citada Gliptoteca de Copenhague que, liberada hace pocos años de sus postizos modernos, irradia la majestad y la distinción de que estaba dotada la fisonomía del emperador en el umbral de su tercera edad.
Tanto los nietos de Augusto, Gayo y Lucio, muertos los dos prematuramente, como los hijos de Tiberio, Druso y Germánico (este último sobrino carnal, pero hijo adoptivo), han dejado multitud de retratos. En sus épocas de presuntos herederos, sus efigies no sólo figuraban en las monedas, sino en retratos de mármol y bronce distribuidos por los mismos cauces que los retratos imperiales. Como en éstos, las diferencias de calidad llegan a ser abismales, pero el parecido intencionado con sus padres, y hasta la copia de sus flequillos distintivos, o de la corona cívica (de encina) a ellos reservada, garantizan la identidad de los príncipes en su infancia y primera juventud.
La idealización y el consiguiente rejuvenecimiento se mantienen, tal como Augusto los había impuesto, hasta época de Claudio, lo mismo para hombres que para mujeres. Pero Claudio fomenta o exige el parecido con el modelo y el respeto a su edad real, lo que da lugar a compromisos un tanto ridículos, como el de la estatua de Júpiter con la cabeza de Claudio anciano, rasurado, y no precisamente agraciado, de la Sala Rotonda del Vaticano.